El viernes doce de mayo amanecía frío y lluvioso. Mi casa olía a café recién hecho. Entre bostezo y bostezo, tomé una taza y salí a buscar a Natalia, mi apoyo logístico para hacer la entrevista en los hornos de ladrillos, asentamientos donde el trabajo infantil,  la trata de personas y  la explotación laboral contextualizan la actividad ladrillera.

En Córdoba, Santa Fe y Buenos Aires se encuentran las principales fabricas ladrilleras, pero es en el interior de estas provincias donde se desarrolla el 90% de esta actividad. No en factorías, sino en economías populares o familiares, sectores excluidos del mercado laboral formal.

Después de mucho buscar, encontramos a una persona dispuesta a presentarnos a un grupo de trabajadores. Todos me decían que los inmigrantes que viven de la producción de ladrillos prefieren  el anonimato, sería muy difícil poder entrar y hablar con ellos. Aun así, nos arriesgamos y llegamos al destino previsto. Iban a hablar con nosotras con la condición de no usar sus nombres reales para la nota.

El auto frenó al costado de una casa de adobe y ladrillos, las puertas y ventanas eran trozos de madera mal colocados. Inmediatamente pensé en el invierno. En el invierno de Juana, la mujer que salió a recibirnos, con desconfianza y silencios.

Ella vestía un pulóver rosa, una pollera larga y calzaba sandalias. Nos saludó de lejos, y fueron segundos muy tensos. Tuvimos que repetirle que esto no iba a perjudicarla, que su nombre no iba a salir, que no queríamos afectar su fuente de trabajo. Por suerte, mi amiga tiene más carisma que yo y después de unas preguntas, Juana parecía tener confianza en nosotras. Las tres estábamos paradas conversando, ella se aferraba a la rama de un árbol cuando hablaba sobre el futuro de sus hijos.

UA: Hace 10 años que vive en Argentina, ¿no extraña Sucre, Bolivia?

Juana: No, no teníamos nada en Sucre.  Allá no se encuentra trabajo. Acá encontramos y no volvimos. Vivíamos en el campo, casi todos se vinieron de ahí. A Sucre, los colectivos no entraban, los camiones entraban una vez a la semana. Así que no había vida para una familia.

UA: ¿Usted trabaja para alguien o su familia es encargada de este horno?

Juana: Alquilamos con mi familia, trabajamos para nosotros.  Tengo 5 hijos, en total somos 7. Los que trabajamos siempre somos 4, mi marido, dos chicos que recién llegan al país y yo. Los chicos se van a la escuela, no son mayores, los más grandes tienen 14 y 16 años. Acá controlan mucho que los menores no trabajen, por eso no nos ayudan más. Cuando vivía en Bolivia se trabajaba apenas se podía, no importaba la edad, no sé cómo será ahora.

 

Nos cuenta que hay tareas divididas. Los hombres cortan ladrillos, no quieren dar mucho lugar a las mujeres, ellas son las que apilan los bloques. Juana señala hacia unas pilas cubiertas de nailon, por temor a la lluvia: “Yo junté todos esos ladrillos”, dice y luego suspira, como si sintiera de nuevo el cansancio de la tarea.

Los hombres tienen que moldear todo el día, una de las partes más exigentes del trabajo: darle forma a la arcilla. Todos los obreros sufren dolores de espalda. El desgaste físico es muy grande, pero no se detienen. Los ladrillos se hacen con tierra y aserrín, la mezcla se pisa en el “pisadero”, un hueco  en la tierra. Los pies se encallan, se lastiman, se cortan. Pero siguen.

UA: Cuando no trabaja en los hornos, ¿Qué hace?

Juana: Nada. Los días nublados o de mucho calor, no trabajamos; como hoy. Ahora espero que salga el sol para trabajar.
UA: Al principio de la conversación nos dijo que usted hace todo esto para el futuro de sus hijos. ¿Cómo lo imagina?

Juana: Yo no quiero que mis hijos trabajen en los hornos de ladrillos, por eso les digo que estudien para poder hacer otra cosa. Mi nena esta en quinto año. Ya sabe qué quiere estudiar después del secundario. Quiero  que tengan otro futuro, no como el mío.

UA: ¿Alguna vez pensó en estudiar alguna carrera o buscar otro trabajo?

Juana: No, nunca pensé en estudiar. Vivíamos en el campo, ahí no se piensa en otra cosa que trabajar. Trabajar para vivir.

Le pedimos sacar unas fotos a los hornos de ladrillo. Accedió con recelo. Caminamos entre las pilas y pilas de bloques sin cocinar. La lluvia había dejado su rastro, pisamos todos los charcos posibles. Los perros de la familia seguían nuestro recorrido, hurgaban entre los escombros y de vez cuando ladraban a la nada.

Y ahí estaban. Construcciones cilíndricas de tierra y aserrín. Inmutables. Las chimeneas y aperturas que tienen en los costados están manchadas por el humo y el hollín. Muy cerca de estas instalaciones, hay troncos gigantes que usarán como leña: “son del tala”, nos comenta Juana.

 

Desde UOLRA (Unión Obrera Ladrillera de la República Argentina), se promueven campañas en contra del trabajo infantil y pretenden, junto a la Nación, lograr políticas de Estado que dignifiquen al trabajador. En los asentamientos populares, gran parte formados por comunidades bolivianas, es normal que haya un “patrón” que explote a sus obreros, otorgue viviendas paupérrimas a pocos metros de los hornos y  pague un sueldo mísero.

Hace sólo dos años, Juana pudo alquilar un horno. Ocho años vivió con su familia trabajando para su “patrón”.

Es en ese lugar donde se queman los ladrillos, que después de muchos negocios entre empresarios y sudor de obreros, serán los cimientos de los edificios que cotidianamente transitamos.

Juana: Es un trabajo duro, pero qué le vamos a hacer. Es pesado, duele, pero no tenemos otra opción. En Bolivia, trabajábamos en chacras y cultivos, pero no alcanzaba para vivir.

El viernes doce de mayo, amanecía frío y lluvioso. Muchos tomamos café en nuestros hogares calefaccionados, Juana esperaba que saliera el sol para continuar con su trabajo. Así en sandalias…sin pensar en el invierno.

 

 

 

Por Emi Urouro

PH Natalia Barussi